Al principio, pensé que no era capaz de apegarme tanto a un local, a un negocio hostelero. Luego, me di cuenta de que a lo que me había apegado no era a eso, si no a la memoria que ese sitio guardaba. Y empecé a recordar ensayos, cenas de la chirigota, fines de año, nochebuenas o sábados de carnaval. Empecé a recordar conversaciones alegres, grandes noticias, grandes alegría y, por qué no decirlo, alguna lágrima desgraciada. Luego recordé los platos y, cada uno, me traía en el tiento de su sabor una foto adherida. Y vi, junto a un plato de atún mechao, a Elena, como cinco años más niña, hablando en alemán con unos guiris perdidos; junto a unas enormes croquetas de jamón, vi a Pepín, un enorme hombre en todos los aspectos, amigo ya para siempre seguramente también por culpa de este maravilloso cajón de recuerdos; vi también un gigantesco plato de longaniza, de Paterna, y tras él a uno de mis mejores amigos, Jose, que sí, que sigue ahí y que no creo que nos falte nunca, pero seguro que sin nuestra segunda casa, todo hubiera ido más lento. Y vi una noche mágica de mis AGACC amigos, en los que unos berberechos nos dejaban un regusto a risa que ni el propio mar nos borrará jamás. Y vi al Cabriya tonteando con su esposa, y a Migué tonteando con cualquiera, vi a Andrés decirnos, tras un buen vino y un jamón, que se iba a cumplir su sueño. Vi a tantos, a los que seguiré viendo, pero en otro sitio y será bueno, pero no lo mismo. Recordé también a un extraño poeta -carpintero chileno que leía poemas con una cerveza y unas aceitunas y que tuvo que volver para estar y mantener a sus niñas porque Cádiz ya no daba para más. Vi a un raro hombre que portaba un bastón y que erguido en su finura, extrañaba, piropeaba y además, no dejaba malas propinas. De pronto me vi terminando un cuplé de la mano de Moi, pegando ‘piedras preciosas’ en unos embudos, me recordé presentando copleros que luchaban por un minipremio, presentando a niñas y niños que cantaban por un aplauso y rememoré la letra de un tango romano-argentino, la rumba del facebook, que ni es rumba ni ná, pero allí se ensayó. Sin darme cuenta me vi echando el cable junto a Javi, un guapito comparsista que se convirtió en un gran descubrimiento. Aunque quizá el cable se me echaba a mí, porque fui también parte contratante de ese ‘negocio’, de esa casa, camarero en apuros, nefasto y torpe, pero respaldado, defendido y enseñado por una familia a la que ahora considero parte de la mía. Sí, hablo de Germán y Silvia que, con errores, aciertos, virtudes y defectos, han conseguido que yo, y seguramente tú, nos hayamos sentido como en casa en el bonito local de la Cuesta de las Calesas.
Al fin me di cuenta de que lo que me hacía llorar no era que cerrase el negocio, era el portazo a grandes momentos, a enormes años de mi vida, de nuestra vida. Lloraba por el cierre de una de las puertas de mi casa, un rincón al que no podía faltar si tenía visita; italiana, sueca, alemana… Y me di cuenta de que no tenía que llorar, sino sonreír por todo lo que ese lugar y esa gente nos ha dado: risas, amistad y millones de recuerdos. Nunca olvidaré esos años en mi segunda casa. Gracias por todo y a tod@s.
Deja una respuesta